(A partir de este domingo, Dios mediante, se publicará cada domingo un artículo de vida espiritual)
La consideración del fin es lo
primero que se impone en el estudio de una obra dinámica cualquiera. Y siendo
la vida cristiana esencialmente dinámica y perfectible—al menos en nuestro
estado actual de viadores—, es preciso que ante todo sepamos a dónde vamos, o
sea, cuál es el fin que pretendemos alcanzar. Por eso, Santo Tomás comienza la
parte moral de su sistema—el retorno del hombre a Dios—por la consideración del
último fin.
Es clásica la definición de la
gloria: clara notitia cum laude. Por
su misma definición, expresa, de suyo, algo extrínseco al sujeto a quien
afecta. Sin embargo, en un sentido menos estricto, podemos distinguir en Dios
una doble gloria: la intrínseca, que brota de su propia vida íntima, y la
extrínseca, procedente de las criaturas.
La gloria intrínseca de Dios es
la que Él se procura a sí mismo en el seno de la Trinidad Beatísima. El
Padre—por vía de generación intelectual—concibe de sí mismo una idea
perfectísima: es su divino Hijo, su Verbo, en el que se reflejan su misma vida,
su misma belleza, su misma inmensidad, su misma eternidad, sus mismas
perfecciones infinitas. Y al contemplarse mutuamente, se establece entre las
dos divinas personas—por vía de procedencia—una corriente de indecible amor,
torrente impetuoso de llamas que es el Espíritu Santo.
Este conocimiento y amor de sí
mismo, esta alabanza eterna e incesante que Dios se prodiga a sí mismo en el
misterio incomprensible de su vida íntima, constituye la gloria intrínseca de
Dios, rigurosamente infinita y exhaustiva, y a la que las criaturas
inteligentes y el universo entero nada absolutamente pueden añadir. Es el
misterio de su vida íntima en el que Dios encuentra una gloria intrínseca absolutamente
infinita.
Dios es infinitamente feliz en sí
mismo, y nada absolutamente necesita de las criaturas, que no pueden aumentarle
su dicha íntima. Pero Dios es Amor, y el amor, de suyo, es comunicativo. Dios
es el Bien infinito, y el bien tiende de suyo a expansionarse: bonum est diffusivum sui, dicen los
filósofos. He ahí el porqué de la creación.
Dios quiso, en efecto, comunicar
sus infinitas perfecciones a las criaturas, intentando con ello su propia
gloria extrínseca. La glorificación de Dios por las criaturas es, en
definitiva, la razón última y suprema finalidad de la creación.
La explicación de esto no puede
ser más clara, incluso a la luz de la simple razón natural privada de las luces
de la fe. Porque es un hecho filosóficamente indiscutible que todo agente obra
por un fin, sobre todo el agente intelectual. Luego Dios, primer agente
inteligentísimo, tiene que obrar siempre por un fin. Ahora bien, como ninguno
de los atributos o acciones de Dios se distinguen de su propia divina esencia,
sino que se identifican totalmente con ella, si Dios hubiera intentado en la
creación un fin distinto de sí mismo, hubiera referido y subordinado su acción
creadora a ese fin—porque todo agente pone su acción al servicio del fin que
intenta al obrar—, con lo cual se hubiera subordinado Dios mismo, puesto que su
acción es El mismo. Y así, ese fin estaría por encima de Dios; es decir, que
Dios no sería Dios. Es, pues, absolutamente imposible que Dios intente con
alguna de sus acciones un fin cualquiera distinto de sí mismo. Dios ha creado
todas las cosas para su propia gloria; las criaturas no pueden existir sino en
Él y para Él.
Y esto no solamente no supone un
«egoísmo trascendental» en Dios; —como se atrevió a decir, con blasfema
ignorancia, un filósofo impío—, sino que es el colmo de la generosidad y
desinterés. Porque no buscó con ello su propia utilidad—nada absolutamente
podían añadir las criaturas a su felicidad y perfecciones infinitas—, sino
únicamente comunicarles su bondad. Dios ha sabido organizar de tal manera las
cosas, que las criaturas encuentran su propia felicidad glorificando a Dios.
Por eso dice Santo Tomás que sólo Dios es infinitamente liberal y generoso: no
obra por indigencia, como buscando algo que necesita, sino únicamente por
bondad, para comunicar a sus criaturas su propia rebosante felicidad.
Por eso la Sagrada Escritura está
llena de expresiones en las que Dios reclama y exige para sí su propia gloria.
«Soy yo, Yavé es mi nombre, que no doy mi gloria a ningún otro, ni a los ídolos
el honor que me es debido» (Is. 42,8); «Es por mí, por amor de mí lo hago,
porque no quiero que mi nombre sea escarnecido, y mi gloria a nadie se la doy»
(Is. 48,11); «Óyeme, Jacob, y tú, Israel, que yo te llamo; soy yo, yo, el
primero y aún también el postrero» (Ibid., 12); «Yo soy el alfa y la omega,
dice el Señor Dios; el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso (Apoc.
1,8), etc., etc.
¡La gloria de Dios! He aquí el
alfa y la omega, el principio y el fin de toda la creación. La misma
encarnación del Verbo y la redención del género humano no tienen otra finalidad
última que la gloria de Dios: cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces
el mismo Hijo se sujetará a quien a El todo se lo sometió, para que sea Dios
todo en todas las cosas» (1 Cor. 15,28). Por eso nos exhorta el Apóstol a no
dar un solo paso que no esté encaminado a la gloria de Dios: «Ya comáis, ya
bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor.
10,31); ya que, en definitiva, no hemos sido predestinados en Cristo más que
para convertirnos en una perpetua alabanza de gloria de la Trinidad Beatísima:
«Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos
santos e inmaculados ante El, y nos predestinó en caridad a la adopción de
hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para
alabanza de la gloria de su gracia».
Todo absolutamente tiene que
subordinarse a esta suprema finalidad. El alma misma no ha de procurar su
salvación o santificación sino en cuanto que con ella glorificará más y más a
Dios. La propia salvación o santificación no puede convertirse jamás en fin
último. Hay que desearlas y trabajar sin descanso en su consecución; pero únicamente
porque Dios lo quiere, porque ha querido glorificarse haciéndonos felices,
porque nuestra propia felicidad no consiste en otra cosa que en la eterna
alabanza de la gloria de la Trinidad Beatísima.
Tal es la finalidad última y
absoluta de toda la vida cristiana. En la práctica, el alma que aspire a
santificarse ha de poner los ojos, como blanco y fin al que enderece sus
fuerzas y anhelos, en la gloria misma de Dios. Nada absolutamente ha de
prevalecer ante ella, ni siquiera el deseo de la propia salvación o
santificación, que ha de venir en segundo lugar, como el medio más oportuno
para lograr plenamente aquélla. Ha de procurar parecerse a San Alfonso María de
Ligorio, de quien se dice que «no tenia en la cabeza más que la gloria de Dios»
y tomar por divisa la que San Ignacio legó a su Compañía: «A la mayor gloria de
Dios». En definitiva, esta actitud es la que han adoptado todos los santos en
pos de San Pablo, que nos dejó la consigna más importante de la vida cristiana
al escribir a los Corintios: Omnia in
gloriam Dei facite: hacedlo todo a gloria de Dios.
La santificación de nuestra
propia alma no es, pues, el fin último de la vida cristiana. Por encima de ella
está la gloria de la Trinidad Beatísima, fin absoluto de todo cuanto existe. Y
esta verdad, con ser tan elemental para los que comprendan la trascendencia
divina, no aparece, sin embargo, dominando en la vida de los santos sino muy
tarde, cuando ya su alma se ha consumado por el amor en la unidad de Dios. Sólo
en las cumbres de la unión transformante, identificados plenamente con Dios,
sus pensamientos y quereres se identifican también con el pensamiento y el
querer de Dios. Solamente Cristo y María, desde el instante primero de su
existencia, han realizado con perfección este programa de glorificación divina,
que es el término donde viene a desembocar todo proceso de santificación acá en
la tierra.
En la práctica, nada debe
preocupar tanto a un alma que aspire a santificarse como el constante olvido de
sí misma y la plena rectificación de su intención a la mayor gloria de Dios.
«En el cielo de mi alma—decía sor Isabel de la Trinidad—, la gloria del Eterno,
nada más que la gloria del Eterno»: he aquí la consigna suprema de toda la vida
cristiana. En la cumbre más elevada de la montaña del amor la esculpió San Juan
de la Cruz con caracteres de oro: «Sólo mora en este Monte la honra y gloria de
Dios».
(Tomado de Teología de la perfección cristiana, de Royo Marín)
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