Un amable lector del blog, desconocemos con qué asiduidad nos visita, nos ha formulado la siguiente pregunta que consideramos interesante responder:
¿Por qué en pleno siglo XXI insistir con las ideas de un escritor tan antiguo como Tomás de Aquino?
Al amable lector le causa una considerable extrañeza nuestra insistencia en la difusión del tomismo, siendo así que, según él, Tomás vivió y escribió en otra época y para otra época. Y, al parecer, sus propuestas estarían hoy no solo "pasadas de moda" (lo cual no es criterio alguno en filosofía y mucho menos en teología), sino que incluso habrían sido "hace tiempo" completamente refutadas por filósofos "modernos" y también por la ciencia actual.
Pero no solo eso, sino que nuestro lector considera también que el estado actual de la sociedad, con sus "avances" en "libertades" y una mayor "tolerancia", democracia, pluralismo, etc., hacen del todo incompatibles los ideales de Tomás de Aquino, representante, según nuestro lector, de un universo cerrado, teocrático, represivo, intolerante, fanático y un muy largo etcétera.
Hasta ahí las preocupaciones del amable lector. Vamos a tratar de esbozar una respuesta a su pregunta puntual:
¿Por qué Tomás hoy?
Ante todo diré que a Tomás lo encontré por casualidad allá en los tiempos de mi cada vez más lejana juventud. Los detalles del dichoso encuentro los he relatado en otro lugar y no corresponde repetirme aquí. Quisiera tan solo insistir en lo fortuito del hallazgo, fortuito, claro está, para el ojo humano, pero sin duda muy poco fortuito para el Dios de Tomás. No andaba yo buscando filosofías ni nada que se le pareciera, a decir verdad ni siquiera me interesaba la religión. Era, como ya he dicho, un joven como todos preocupado por naderías y caprichoso.
Pero sucedió que después de encontrarme de frente con este enorme monje italiano, surgió en mí un interés por conocerlo mejor. ¿Por qué? ¡No lo sé! ¿Había algún precedente que hubiera podido presagiar que dicho interés surgiría en mí al saber de Tomás? ¡No, ninguno! ¿Por qué entonces me interesé por Tomás y por sus ideas? Considero que la respuesta más sincera que puedo dar a esa pregunta es: hubo algo en su vida y en su forma de escribir y de expresarse que llamaron mi atención. Tal cual. ¿Exactamente qué? ¡No sé!
Pero evidentemente lo que nuestro lector desea saber no es por qué al adolescente de diecinueve años lo cautivó Tomás, sino más bien por qué al adulto de treinta y seis lo sigue cautivando, al punto de hacer un blog para darlo a conocer, difundir sus escritos y defender, en la medida de sus posibilidades, sus ideas. Vamos a ver.
No puedo hoy, después de diecisiete años de frecuentar los escritos de Tomás y de hurgar en todos los detalles de su ajetreada e interesantísima biografía, responder de nuevo que aún no sé qué es lo que me cautiva del tomismo. Eso lo podía responder a los diecinueve, no hoy. Hoy debo responder algo como lo siguiente: me cautiva de Tomás la verdad que descubro en sus palabras y la coherencia que brilló en su vida. Ni más ni menos.
Comprendo que al amable lector, suponiendo que sea un "devoto" del pensamiento moderno o contemporáneo, la palabra "verdad" le generará de forma automática un escalofrío que lo hará ponerse en guardia contra algún tipo de dogmatismo tirano, eso es seguro. Y es que si alguna herencia permanente pudiéramos señalar de todo ese recorrido que inicia con René Descartes (de hecho más atrás con Guillermo de Ockham), y viene a desembocar en el "pensamiento débil" postmoderno, esa sería sin lugar a dudas la puesta entre paréntesis de la palabra verdad; la negación misma de la existencia o si quiera la posibilidad de hablar de algo llamado "verdad".
Porque si en algo están de acuerdo todas las corrientes y escuelas filosóficas que han venido viendo la luz desde hace por lo menos cinco siglos es en afirmar que la verdad, o no existe, o es cualquier cosa menos lo que los medievales entendían por verdad. Ya sea que nos movamos en las coordenadas del racionalismo o en las del empirismo, con todos los matices posibles, la verdad o es negada o es alterada en su significación hasta hacerla coincidir con los postulados de dichos sistemas. Y es que una verdad que se acomoda no a lo real, fuente última de sentido, sino a los delirios demiúrgicos de algún filósofo moderno, deja de ser la verdad para convertirse en una mera expresión de deseos.
Santo Tomás no dudó de la existencia de la verdad, ni de la verdad natural ni de la verdad sobrenatural. Sus escritos son expresión de una búsqueda incansable, pero no como del que busca porque no tiene, sino como del que busca porque quiere penetrar aún más en los tesoros de una realidad que se le ha dado a conocer por gracia de Dios. Fue amante de la verdad hasta el extremo, a hablar de ella dedicó su vida entera, sus trabajos, sus desvelos, sus vigilias, sus ayunos, su docencia, sus escritos, todo. Y cuando durante la celebración de aquella misa de diciembre del año 1273, le fue dado contemplar sin velos un poco de aquella verdad que cuarenta y ocho años llevaba amando, fue tanto su asombro ante aquella grandeza sublime que decidió no escribir más, ni dar más clases, guardar sus herramientas y mantener un prudentísimo silencio al respecto. Solo luego de su muerte un par de meses después, su secretario personal, Reginaldo de Piperno, reveló estos acontecimientos y gracias a él sabemos que en aquella misa Tomás, seguramente, vislumbró la gloria de Dios.
¿Que por qué me cautiva Tomás hoy? Por todo lo anterior y aún por mucho más. ¡Que ha sido refutado! ¿Por quiénes? ¿Por los racionalistas con sus delirios de grandeza? ¿Por los empiristas con sus reduccionismos ciegos? ¿Por Kant que no leyó a Tomás? ¿Por Nietzsche que terminó demente? ¿Por Marx, cuyas ideas han causado directa o indirectamente millones de muertes? ¿Por la ciencia moderna, que proclama referirse únicamente a lo observable y experimentable en laboratorio y por lo tanto no tiene NADA que decir fuera de dichos límites? ¿Quién lo ha refutado?
Y no se crea que acaban allí las razones para que aún hoy me siga cautivando Tomás. Porque falta hablar de su vida, de su santidad, de su virtud, de su sencillez, de su humildad, de su entera dedicación a una vida de oración y de estudio ininterrumpidos. Pero seguramente estos aspectos no son del interés del amable lector; sin embargo, son de radical importancia para quien esto escribe, ¿qué es un escritor cuya vida no guarda coherencia con lo que piensa, cree, escribe y dice? Un diletante. Tomás vivió profundamente cada una de las líneas que escribió, casi podría decirse que sus escritos no son otra cosa que su vida de oración y contemplación vertida en tinta sobre papel. Vivió lo que enseñó y enseñó lo que vivió.
¿Algo más por agregar? Sí; Tomás trae respuestas concretas para el hombre de hoy y para la sociedad actual. No es Tomás un pensador abstracto encumbrado en las nubes de un pensamiento desligado de lo cotidiano. Nada más lejos del tomismo que esa caricatura. La ética individual y social que brota de las obras de Tomás está cargada, pletórica de intuiciones y directrices que de ser oídas hoy darían un fruto abundante en términos de convivencia, orden y armonía social. ¿Y para el individuo? ¡Para el individuo la santidad! Que no es poco.
Si por alguno de esos avances tecnológicos que cada día nos asombran pudiera regresar al pasado y tener una breve conversación con aquél muchacho de diecinueve años que está a punto de conocer a Tomás le diría: ¡Gracias!
Leonardo Rodríguez Velasco.
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