Ia-IIae q.1 a.7
Santo Tomás nos ha ido llevando como de la mano a lo largo de estos artículos que conforman la primera cuestión del tratado sobre la bienaventuranza o felicidad humana.
Ha ido como poniendo con mucho cuidado las piedras de un bello edificio. Primero nos mostró que los hombres actuamos por un fin, nos dijo luego que no solo los hombres sino todo agente, racional o no, obra necesariamente por un fin. En seguida nos dijo que el fin es tan relevante que de hecho da la especie a nuestros actos, es decir, los hace ser lo que son, tanto en el orden físico como en el moral. Luego dio un paso más y nos señaló que hay un fin último para la vida humana, aclarándonos luego que un hombre no puede tener sino un fin último. Y en el artículo inmediatamente anterior nos decía que todo lo que hacemos, lo sepamos o no, lo hacemos movidos por nuestro deseo del fin último total, que es la felicidad (la cual nos dirá luego que solo puede consistir en la visión amorosa de la esencia de Dios).
Ahora en el presente artículo nos insiste en que para todos y cada uno de los hombres se da un fin último, no dos, ni tres, ni veinte, de manera que todos los seres humanos, lo sepan o no, vivan conforme a ello o no, tenemos un solo fin último de nuestras vidas.
Para explicarlo distingue ST entre el fin último en cuanto a lo que es conceptualmente, y el fin último en cuanto a aquella realidad en que se realiza concretamente la razón de fin último. Y dice ST que respecto de lo primero, es decir, respecto del fin último en cuanto a su razón, es decir, en cuanto a ser la perfección o suprema felicidad, todos los hombres tienden a ello, todos los hombres van tras de ello. Pero, respecto de lo segundo no todos van tras de lo mismo, porque para unos dicha suprema felicidad está en el dinero, o en los placeres, o en los honores, etc.
Lo anterior significa que aunque todos los hombres buscan su perfección, su plenitud, su felicidad, no todos la buscan en el mismo lugar. Y dice, a manera de ejemplo, que a todos les gusta el dulce, pero a unos el dulce del vino, a otros el dulce de la miel, y así. No todos buscan el dulce en el mismo objeto. Y añade que lo prudente es seguir el consejo de aquél que tiene el gusto mejor dispuesto, pues aquél que tiene el gusto mejor dispuesto, como si dijéramos mejor entrenado para distinguir y apreciar los sabores, seguramente nos indicará cuál es, objetivamente hablando, el mejor dulce, el dulce perfectísimo.
Lo mismo respecto a aquello en que se realiza el concepto de fin último, lo prudente será seguir el consejo de aquellos que tengan el afecto mejor dispuesto para distinguir los verdaderos bienes de los que son solo apariencias o versiones limitadas del fin último, pero que no realizan a plenitud su razón. Y esos serían los santos, personas que han logrado educar tan bien sus afectos, sus deseos, sus intenciones, que pueden distinguir con mayor finura cuál es ese verdadero fin último de la vida humana.
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En la respuesta a la primera objeción dice ST que aquellos que pecan se apartan del fin último en cuando a la realidad en que lo buscaron, más no en cuanto al hecho de buscarlo, pues en el mismo acto de pecar estaban guiados por la sed de esa felicidad, del fin último. Es la tragedia del pecador, de todos nosotros, que al pecar creemos estar encontrando la felicidad, y nos engañamos. Por eso el pecado deja sensación de tristeza, de decepción, cargo de conciencia, y la sed de felicidad permanece intacta.
Como decía san Agustín: nos hiciste Señor para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti.
Leonardo Rodríguez Velasco
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