miércoles, 11 de enero de 2012

(4) LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA


Capítulo IV


(Padre Garrigou Lagrange)


EL FUNDAMENTO DE LA LIBERTAD. SÓLO DIOS, VISTO CARA A CARA PUEDE ATRAER IRRESISTIBLEMENTE NUESTRA VOLUNTAD.


De cuanto precede se deduce que sólo Dios, visto cara a cara, puede solicitar irresistiblemente nuestra voluntad; ante objetos finitos ésta permanece libre. Santo Tomás escribió: "si se ofrece al órgano de la vista, que tiene por objeto el color, un objeto coloreado o luminoso bajo todos sus aspectos, no puede no verlo. Por el contrario, si se ofrece, para que lo vea, un objeto que no es coloreado o que es luminoso sólo de un lado y oscuro del otro (como una linterna sorda durante la noche), el ojo no divisará este objeto si le es presentado por el lado que no es coloreado ni luminoso. Ahora bien: como una cosa coloreada es el objeto de la vista, el bien lo es de la voluntad. De modo que si se le propone a ésta un objeto que sea universalmente bueno, desde todos los puntos de vista, lo querrá necesariamente, si quiere algo, y no podrá querer lo opuesto. Si, por el contrario, el objeto presentado no es bueno desde todos los aspectos posibles, podrá también no quererlo. Y puesto que la ausencia de cualquier bien puede ser llamado no-bien, sólo el bien soberanamente perfecto, al que nada falta, es tal, que la voluntad no puede no quererlo. Semejante bien es la bienaventuranza. 

Nosotros no podemos no querer la felicidad, no querer ser felices; pero nos olvidamos con demasiada frecuencia de que la verdadera y perfecta felicidad sólo se encuentra en Dios, amado sobre todas las cosas. Y en el presente lo amamos libremente porque no lo vemos tal como Él es, y podemos, por tanto, desviarnos de Él, considerando que nos manda lo que contraría nuestro orgullo y nuestra sensualidad.”

Pero si Dios en persona, que es el bien infinito, se nos manifestase inmediata y claramente cara a cara, no podríamos no amarlo. Él colmaría perfectamente nuestra capacidad afectiva, que sería irresistiblemente atraída por Él. Esa capacidad no conservaría ya ninguna energía para sustraerse a su atracción, ni hallaría motivo alguno para alejarse de Él, ni para contrarrestar su ímpetu de amor. Es el mismo motivo por el que aquellos que ven a Dios cara a cara no pueden ya pecar más. Como dice Santo Tomás: "la voluntad del que ve inmediatamente la esencia de Dios, le ama necesariamente y no ama nada que no se halle en relación con Dios, al modo como en el presente todo cuanto queremos lo queremos con vistas a ser felices". Dios sólo, visto cara a cara, puede coaccionar invenciblemente nuestra voluntad.

Por el contrario, se permanece libre de amar o no amar un objeto, bueno por un lado y no bueno o insuficientemente bueno por otro. Así, la libertad se define como la indiferencia dominadora de la voluntad respecto de un objeto bueno por un lado y no bueno por otro. Esta definición se aplica no solamente a la libertad humana, sino a la libertad angélica y, análogamente, a la libertad divina. Se manifiesta esto en que Dios era libre de crear o de no crear, de elevarnos o de no elevarnos a la vida de la gracia.

Por donde, nuevamente, se ve que nuestra voluntad es de una profundidad infinita, en el sentido de que Dios solamente, visto cara a cara, puede llenarla y atraerla irresistiblemente. Los bienes creados no pueden, por esa causa, ejercer sobre ella una atracción invencible; no la atraen más que superficialmente, y ella es libre de amarlos o de no amarlos. A la voluntad le corresponde salir al encuentro de semejante atracción, que no puede venir por sí sola hasta ella. Por eso es ella la que determina el juicio que ha de determinarla a ella misma. Por la misma razón detiene a la inteligencia en la consideración que le place, suspende la deliberación intelectual, o la deja proseguir, y de ella depende, en último análisis, que un determinado juicio práctico sea el último, en el momento de la deliberación, según ella lo acepte o no. El acto libre es así una respuesta gratuita, salida del abismo profundo de la voluntad, bajo la solicitación impotente de un bien finito.

Dios sólo, visto cara a cara, atrae infaliblemente nuestra voluntad y hace prisionera hasta en el mismo brotar de sus energías. El mismo ángel, visto inmediatamente tal cual es, por encantador que sea, no podría atraerla irresistiblemente. Es todavía un bien finito. Dos bienes finitos, por desiguales que sean, se encuentran a la misma distancia del bien infinito; en ese sentido el ángel y el grano de arena son igualmente ínfimos en comparación con Dios, suma Bondad.

El abismo hondísimo de nuestra voluntad, considerado en relación con el objeto que lo puede colmar, es, pues, sin límites. Esta doctrina permite hacer luz en muchos de los más difíciles problemas, en particular en el de la libertad de Cristo.

Lo que llevamos dicho de la voluntad libre muestra que toda alma es como un universo espiritual, ya que todas se abren, por medio de la inteligencia, a la verdad universal, y por consiguiente a la verdad suprema, y por medio de la voluntad, al bien universal; cada una de ellas es un universo espiritual, que debe gravitar sobre Dios, Bien supremo.

Pero estos universos espirituales, por el hecho de poseer una voluntad libre, pueden desviarse de su órbita y abandonar el camino recto para tomar el de la perdición.
Es más: cada uno de nuestros actos deliberados debe ser  realizado por un fin honesto, y entonces cada uno de ellos toma, o la dirección del bien moral y de Dios, o la del mal. Es lo mismo que acontece en el orden de la naturaleza, allí donde discurre sobre las montañas la línea divisoria de aguas de la región: todas las gotas de lluvia caen o a la derecha o la izquierda de dicha línea. Por ejemplo: en Suiza, sobre el San Gotardo, una gota toma la dirección del Rin y del brumoso mar del Norte, otra se encamina al Ródano y a las playas soleadas del Mediterráneo.

Así, en el orden espiritual, cada una nuestros actos deliberados debe ser hecho por un fin honesto y estar así virtualmente ordenado a Dios; de otro modo es malo y toma la dirección opuesta. Hasta un paseo, que es de por sí una cosa indiferente, puede hacerse por un fin inocente, aunque no sea más que para procurarse una diversión honesta, o por otro fin muy distinto.

Esto es, sin duda, grave, pero también es consolador, porque, en el hombre justo, todo acto deliberado que no sea malo es bueno y meritorio; está ordenado a Dios y nos acerca a Él.

Y ahora se ve bien, desde el punto de vista de Dios, que no es casualidad que dos almas inmortales se encuentren, sea que se hallen ambas en estado de gracia, sea que solamente una de ellas posea en sí la virtud divina; pero pueda, con sus plegarias, su conducta, su ejemplo, volver a la otra al camino recto de la eternidad. Ciertamente no aconteció casualmente que José fuese vendido por sus hermanos a los mercaderes israelitas; desde toda la eternidad había decidido Dios que pasarían por allí precisamente a aquella hora, ni antes ni después. No fue casual que Jesús se encontrase con la Magdalena, y con Zaqueo, y que el centurión se encontrase en el Calvario.

Toda la doctrina que brota del estudio sobre la amplitud profunda de la voluntad, ilustra, como se ve, lo que la revelación divina nos dice a propósito del cielo, el purgatorio y el infierno. Aunque un justo pudiese vivir sobre la tierra 50,000 años, siempre podría decir, antes de morir, a Dios: "Padre, que vuestro reino penetre siempre más profundamente en el fondo de mi voluntad, y que la caridad infusa arraigue en ella con mayor fuerza cada vez".

¡Quiera Dios que esto nos suceda a todos nosotros y que lleguemos a tener experiencia de esta profundidad de nuestra alma, que sólo Dios puede llenar!


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