El cambio social a través de la educación sexual
La vía más segura para ir efectuando estos cambios de mentalidad es embarcarse en un proyecto de educación sexual de largo aliento que produzca una nueva generación de seres humanos que no sólo repudien la Naturaleza sino que eventualmente adopten métodos coercitivos y disuasorios de reingeniería social plasmados en la legislación nacional e internacional. Serán los hombres (y “mujeres”) del mañana. Examinemos uno de esos métodos, calcado del modelo español, que se emplea en Colombia y que constituye otro de esos hitos importantes en el gobierno de los jueces.
En efecto, por primera vez en su historia el sistema judicial colombiano obliga, sin previa ley que lo autorice, al propio Estado a adoptar una política de educación sexual marcadamente absolutista.
El 2 de julio de 1992 se sienta un importante hito en la historia constitucional colombiana al incorporarse en una sentencia un mandato que no estaba amparado por ley alguna que lo apoyara. El gobierno absolutista de los jueces empezaba a hacer carrera.
Sucedió de la siguiente manera: El 28 de mayo de 1992 la docente Lucila Díaz Díaz fue destituida del escalafón de una escuela de la localidad de Ventaquemada, Boyacá, Colombia, porque “en forma inadecuada y sin explicación lógica y normal expuso a los menores de tercer año de primaria un tema como es la sexualidad de forma más que inadecuada y grotesca, creando en ellos una idea tergiversada de los elementos que conforman este tema”.
El sustanciador de la investigación disciplinaria afirmó la existencia de una “aberración sexual” deducida del testimonio de los niños y con base en ello se procedió a destituir a la docente por haber ignorado “las circunstancias socioculturales y religiosas de los esquemas y actitudes éticas acuñadas por la tradición y la costumbre”.
Quedaba establecido así el campo de batalla que habría de ser resuelto en las instancias judiciales.
Apelada la Resolución, la Junta Nacional del Escalafón Docente confirmó la decisión sancionatoria; la afectada recurrió, entonces, ante el juez de tutela del Tribunal Superior de Bogotá, solicitando la protección de sus derechos al trabajo y al debido proceso. La tutela fue denegada y enviada a la Corte Constitucional para su revisión, Corte que apenas se estaba estrenando bajo la Constitución aprobada en 1991.
Revisada la tutela, la sentencia proferida alega que “la libertad de enseñanza está garantizada por el Estado como un derecho fundamental...” y que “la sexualidad es un componente esencial de la vida síquica y cimiento de la personalidad... La comunicación inteligente, honesta, seria y solícita sobre esta materia debe comprometer a la familia, la sociedad y el Estado y en ese empeño ha de buscar descorrer el velo de misterio y tabú que la cubre... El deber de colaboración exige de los padres la necesaria comprensión y tolerancia con las enseñanzas impartidas en el colegio, en especial cuando éstas no son inadecuadas o inoportunas para la edad y condiciones culturales del menor.... El respeto del derecho de los padres a educar no significa el derecho a eximir a los niños de dicha educación, por la simple necesidad de mantener a ultranza las propias convicciones religiosas o filosóficas... Finalmente, dada la necesidad de promover la educación sexual en los diferentes planteles educativos, se procederá a ordenar al Ministerio de Educación elaborar con el apoyo de expertos un estudio sobre el contenido y metodología más adecuados para impartir la educación sexual en todo el país”.
Prevalido de esta sentencia, el Ministerio de Educación cobró poderes totalitarios para imponer sobre la sociedad su propia concepción de la moral privada proveniente de cuanto “experto” a sueldo o contrato público se le antojó recurrir. La pregunta es: ¿puede el Estado imponer una educación sexual que vaya en contra de la voluntad de los padres que tienen la potestad y responsabilidad más inmediata sobre sus hijos? ¿Se puede imponer una tal educación si ésta se reputa desatinada, inconveniente, carente de valores morales tradicionales y por fuera del contexto de la edad biológica y sicológica del educando, como en realidad ocurrió en Colombia? ¿Debía la Corte atribuir esta responsabilidad al Ministerio de Educación en vez de atribuírsela a la representación política del Congreso para que a la vista pública se debatiera un tema tan complicado, delicado y controvertido? ¿Debía el Ministerio producir una normativa general, independientemente de que estuviese dirigida a educandos con una gran variedad de antecedentes personales, circunstanciales y familiares? Por ejemplo, ¿podría considerarse que un niño campesino, familiarizado con la cópula de animales domésticos, debiera tener la misma educación que un niño citadino, alejado completamente de esas experiencias visuales? ¿Y qué sucedía con un niño de procedencia urbana de estrato socioeconómico muy bajo, y, quizás, expuesto a ambientes promiscuos en comparación con uno proveniente de estratos altos, quizás católicos, de familia completamente distinta? ¿Deberían ambos recibir la misma educación sexual?
El 2 de julio de 1993 el Ministerio de Educación produjo un Proyecto Nacional de Educación Sexual obligatorio para todos los colegios públicos y privados del país, inspirado en el modelo español que impuso el régimen socialista de Felipe González. El aval había sido extendido por la Sociedad Colombiana de Sexología, cuyos principios, declarados en 1986, eran la revocatoria de la moral cristiana, el fomento de los métodos de control de la natalidad, el reconocimiento de la familia homosexual, la promoción de la vida sexual y el acceso al poder político como medio para educar al hombre en tales fines desde la más tierna edad.
La directiva del Ministerio, empieza diciendo: “En nuestro caso, venimos de un pasado que se caracterizó por ser prohibitivo frente a la expresión de la sexualidad y autoritario al imponer los roles hombre-mujer, todo esto en razón de una lectura moral fundamentalista que hoy tiende a desaparecer pues se impone una ética sexual de corte humanista”.
Este comienzo tiene una gran carga ideológica de corte totalitario y aun revanchista.
La letra del artículo 13 de la Constitución Colombiana que dice “todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica” parece, en este caso, quedar sin efecto pues no reconcilia con una debida diversidad y adaptación particular la educación sexual a las necesidades religiosas o convicciones filosóficas de los padres y familias de los educandos. Tal pareciera que el goce de la libertad y la igualdad hace referencia a que el Estado es libre de imponer sobre sus asociados una discriminación por razones de religión, opinión política o filosófica fundamentada en una opinión científica en boga o una postura política de la Sociedad Colombiana de Sexología, según ellos mismos enuncian en sus Principios.
Lejos de amparar el fallo de la Corte y lo dictaminado por el Ministerio, el artículo 13 señala, por el contrario, que el Estado está faltando también a su deber de dar protección especial a aquellas personas que por su condición “física o mental” se encuentren en circunstancias de debilidad, según el inciso 2 del mismo artículo 13. Es evidente que la condición física y mental de los niños los hace propensos a los abusos corruptores de aquellos que quieran aprovechar la oportunidad que les brinda una educación desprovista de valores tradicionales y cargada de elementos incitadores a un temprano ejercicio sexual. Pero, ¿y qué decir de aquellos grupos que por razones religiosas no quieran estar dentro de una norma que las reputa de arcaicas y obsoletas? ¿No es éste un grupo realmente discriminado, algo que prohíbe la propia Constitución? Basta con mirar el artículo 70, que dice: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana”. ¿Se lleva a cabo aquí la protección invocada?
El más importante subproducto del progreso científico en todos los órdenes ha sido la constatación de que el grado de ignorancia ha venido disminuyendo como consecuencia de la investigación y que, por tanto, debemos pretender un mayor control sobre todas las actividades humanas en provecho de las conclusiones científicas. No obstante, el otro hecho comprobable es que a medida en que surgen nuevos conocimientos y se descubren los velos de la ignorancia, surgen complejidades que se constituyen en obstáculos para comprender cabalmente el mundo que nos rodea. La ampliación del horizonte científico no hace sino descubrir nuevos y más amplios horizontes inexplorados.
El avance de la ciencia necesariamente determina una mayor división en la parcela del conocimiento que cada cual posee y esto, a su turno, aumenta la ignorancia del individuo sobre la totalidad del conocimiento disponible. Pretender que ese proyecto de educación sexual sea la única respuesta contra los abusos de menores, la prostitución, la violencia, el desamor, los matrimonios rotos, las sicopatías o neurosis generadas por tabúes sociales es, cuando menos, una pretensión demasiado ambiciosa para ser creída.
Detrás de estos enunciados de buena voluntad se esconden los verdaderos propósitos de este instrumento de cambio social que podremos ir descubriendo en la medida en que avancemos en nuestro trabajo investigativo.
A la pretendida desarticulación de las normas sociales que hasta ahora ha venido observando la sociedad y que las instrucciones ministeriales descalifica como inapropiadas, podemos anteponer la observación general de que los instrumentos que ha ideado el hombre para su adaptación al mundo que lo rodea han sido, precisamente, aquellos articulados por las tradiciones y creencias, fruto de un crecimiento acumulativo y orgánico que no puede atribuirse a invención particular de nadie. En cambio, la nueva norma si es un “constructo” orquestado por ciertas mentes, que incorpora unos valores predeterminados y que el Estado acoge como una verdad que hay que aceptar y divulgar como si fuera profesión de dogma religioso, una verdad que no necesita ser demostrada.
Por ello también se viola el artículo 27 de esa misma Constitución que consagra “libertades de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra”, ya que no permite escoger, dentro de una variedad de metodologías, orientaciones, estructura curricular y valores, la enseñanza que los padres, individualmente considerados, estimen más conveniente para sus hijos. Esto, por supuesto, no pretende desconocer que el Estado deba tener un interés específico en implantar una educación sexual en todos los planteles, siempre y cuando dicha educación no viole derechos fundamentales y no se imponga como una camisa de fuerza sobre la sociedad que la deja inerme y sin alternativas viables, aun las más tradicionales.
La vía más segura para ir efectuando estos cambios de mentalidad es embarcarse en un proyecto de educación sexual de largo aliento que produzca una nueva generación de seres humanos que no sólo repudien la Naturaleza sino que eventualmente adopten métodos coercitivos y disuasorios de reingeniería social plasmados en la legislación nacional e internacional. Serán los hombres (y “mujeres”) del mañana. Examinemos uno de esos métodos, calcado del modelo español, que se emplea en Colombia y que constituye otro de esos hitos importantes en el gobierno de los jueces.
En efecto, por primera vez en su historia el sistema judicial colombiano obliga, sin previa ley que lo autorice, al propio Estado a adoptar una política de educación sexual marcadamente absolutista.
El 2 de julio de 1992 se sienta un importante hito en la historia constitucional colombiana al incorporarse en una sentencia un mandato que no estaba amparado por ley alguna que lo apoyara. El gobierno absolutista de los jueces empezaba a hacer carrera.
Sucedió de la siguiente manera: El 28 de mayo de 1992 la docente Lucila Díaz Díaz fue destituida del escalafón de una escuela de la localidad de Ventaquemada, Boyacá, Colombia, porque “en forma inadecuada y sin explicación lógica y normal expuso a los menores de tercer año de primaria un tema como es la sexualidad de forma más que inadecuada y grotesca, creando en ellos una idea tergiversada de los elementos que conforman este tema”.
El sustanciador de la investigación disciplinaria afirmó la existencia de una “aberración sexual” deducida del testimonio de los niños y con base en ello se procedió a destituir a la docente por haber ignorado “las circunstancias socioculturales y religiosas de los esquemas y actitudes éticas acuñadas por la tradición y la costumbre”.
Quedaba establecido así el campo de batalla que habría de ser resuelto en las instancias judiciales.
Apelada la Resolución, la Junta Nacional del Escalafón Docente confirmó la decisión sancionatoria; la afectada recurrió, entonces, ante el juez de tutela del Tribunal Superior de Bogotá, solicitando la protección de sus derechos al trabajo y al debido proceso. La tutela fue denegada y enviada a la Corte Constitucional para su revisión, Corte que apenas se estaba estrenando bajo la Constitución aprobada en 1991.
Revisada la tutela, la sentencia proferida alega que “la libertad de enseñanza está garantizada por el Estado como un derecho fundamental...” y que “la sexualidad es un componente esencial de la vida síquica y cimiento de la personalidad... La comunicación inteligente, honesta, seria y solícita sobre esta materia debe comprometer a la familia, la sociedad y el Estado y en ese empeño ha de buscar descorrer el velo de misterio y tabú que la cubre... El deber de colaboración exige de los padres la necesaria comprensión y tolerancia con las enseñanzas impartidas en el colegio, en especial cuando éstas no son inadecuadas o inoportunas para la edad y condiciones culturales del menor.... El respeto del derecho de los padres a educar no significa el derecho a eximir a los niños de dicha educación, por la simple necesidad de mantener a ultranza las propias convicciones religiosas o filosóficas... Finalmente, dada la necesidad de promover la educación sexual en los diferentes planteles educativos, se procederá a ordenar al Ministerio de Educación elaborar con el apoyo de expertos un estudio sobre el contenido y metodología más adecuados para impartir la educación sexual en todo el país”.
Prevalido de esta sentencia, el Ministerio de Educación cobró poderes totalitarios para imponer sobre la sociedad su propia concepción de la moral privada proveniente de cuanto “experto” a sueldo o contrato público se le antojó recurrir. La pregunta es: ¿puede el Estado imponer una educación sexual que vaya en contra de la voluntad de los padres que tienen la potestad y responsabilidad más inmediata sobre sus hijos? ¿Se puede imponer una tal educación si ésta se reputa desatinada, inconveniente, carente de valores morales tradicionales y por fuera del contexto de la edad biológica y sicológica del educando, como en realidad ocurrió en Colombia? ¿Debía la Corte atribuir esta responsabilidad al Ministerio de Educación en vez de atribuírsela a la representación política del Congreso para que a la vista pública se debatiera un tema tan complicado, delicado y controvertido? ¿Debía el Ministerio producir una normativa general, independientemente de que estuviese dirigida a educandos con una gran variedad de antecedentes personales, circunstanciales y familiares? Por ejemplo, ¿podría considerarse que un niño campesino, familiarizado con la cópula de animales domésticos, debiera tener la misma educación que un niño citadino, alejado completamente de esas experiencias visuales? ¿Y qué sucedía con un niño de procedencia urbana de estrato socioeconómico muy bajo, y, quizás, expuesto a ambientes promiscuos en comparación con uno proveniente de estratos altos, quizás católicos, de familia completamente distinta? ¿Deberían ambos recibir la misma educación sexual?
El 2 de julio de 1993 el Ministerio de Educación produjo un Proyecto Nacional de Educación Sexual obligatorio para todos los colegios públicos y privados del país, inspirado en el modelo español que impuso el régimen socialista de Felipe González. El aval había sido extendido por la Sociedad Colombiana de Sexología, cuyos principios, declarados en 1986, eran la revocatoria de la moral cristiana, el fomento de los métodos de control de la natalidad, el reconocimiento de la familia homosexual, la promoción de la vida sexual y el acceso al poder político como medio para educar al hombre en tales fines desde la más tierna edad.
La directiva del Ministerio, empieza diciendo: “En nuestro caso, venimos de un pasado que se caracterizó por ser prohibitivo frente a la expresión de la sexualidad y autoritario al imponer los roles hombre-mujer, todo esto en razón de una lectura moral fundamentalista que hoy tiende a desaparecer pues se impone una ética sexual de corte humanista”.
Este comienzo tiene una gran carga ideológica de corte totalitario y aun revanchista.
La letra del artículo 13 de la Constitución Colombiana que dice “todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica” parece, en este caso, quedar sin efecto pues no reconcilia con una debida diversidad y adaptación particular la educación sexual a las necesidades religiosas o convicciones filosóficas de los padres y familias de los educandos. Tal pareciera que el goce de la libertad y la igualdad hace referencia a que el Estado es libre de imponer sobre sus asociados una discriminación por razones de religión, opinión política o filosófica fundamentada en una opinión científica en boga o una postura política de la Sociedad Colombiana de Sexología, según ellos mismos enuncian en sus Principios.
Lejos de amparar el fallo de la Corte y lo dictaminado por el Ministerio, el artículo 13 señala, por el contrario, que el Estado está faltando también a su deber de dar protección especial a aquellas personas que por su condición “física o mental” se encuentren en circunstancias de debilidad, según el inciso 2 del mismo artículo 13. Es evidente que la condición física y mental de los niños los hace propensos a los abusos corruptores de aquellos que quieran aprovechar la oportunidad que les brinda una educación desprovista de valores tradicionales y cargada de elementos incitadores a un temprano ejercicio sexual. Pero, ¿y qué decir de aquellos grupos que por razones religiosas no quieran estar dentro de una norma que las reputa de arcaicas y obsoletas? ¿No es éste un grupo realmente discriminado, algo que prohíbe la propia Constitución? Basta con mirar el artículo 70, que dice: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana”. ¿Se lleva a cabo aquí la protección invocada?
El más importante subproducto del progreso científico en todos los órdenes ha sido la constatación de que el grado de ignorancia ha venido disminuyendo como consecuencia de la investigación y que, por tanto, debemos pretender un mayor control sobre todas las actividades humanas en provecho de las conclusiones científicas. No obstante, el otro hecho comprobable es que a medida en que surgen nuevos conocimientos y se descubren los velos de la ignorancia, surgen complejidades que se constituyen en obstáculos para comprender cabalmente el mundo que nos rodea. La ampliación del horizonte científico no hace sino descubrir nuevos y más amplios horizontes inexplorados.
El avance de la ciencia necesariamente determina una mayor división en la parcela del conocimiento que cada cual posee y esto, a su turno, aumenta la ignorancia del individuo sobre la totalidad del conocimiento disponible. Pretender que ese proyecto de educación sexual sea la única respuesta contra los abusos de menores, la prostitución, la violencia, el desamor, los matrimonios rotos, las sicopatías o neurosis generadas por tabúes sociales es, cuando menos, una pretensión demasiado ambiciosa para ser creída.
Detrás de estos enunciados de buena voluntad se esconden los verdaderos propósitos de este instrumento de cambio social que podremos ir descubriendo en la medida en que avancemos en nuestro trabajo investigativo.
A la pretendida desarticulación de las normas sociales que hasta ahora ha venido observando la sociedad y que las instrucciones ministeriales descalifica como inapropiadas, podemos anteponer la observación general de que los instrumentos que ha ideado el hombre para su adaptación al mundo que lo rodea han sido, precisamente, aquellos articulados por las tradiciones y creencias, fruto de un crecimiento acumulativo y orgánico que no puede atribuirse a invención particular de nadie. En cambio, la nueva norma si es un “constructo” orquestado por ciertas mentes, que incorpora unos valores predeterminados y que el Estado acoge como una verdad que hay que aceptar y divulgar como si fuera profesión de dogma religioso, una verdad que no necesita ser demostrada.
Por ello también se viola el artículo 27 de esa misma Constitución que consagra “libertades de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra”, ya que no permite escoger, dentro de una variedad de metodologías, orientaciones, estructura curricular y valores, la enseñanza que los padres, individualmente considerados, estimen más conveniente para sus hijos. Esto, por supuesto, no pretende desconocer que el Estado deba tener un interés específico en implantar una educación sexual en todos los planteles, siempre y cuando dicha educación no viole derechos fundamentales y no se imponga como una camisa de fuerza sobre la sociedad que la deja inerme y sin alternativas viables, aun las más tradicionales.
(tomado
de : "LOS INSTRUMENTOS DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL: EL DERECHO, LA
ECONOMÍA, LA CIENCIA, EL LENGUAJE Y LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO
XXI" , Pablo Victoria Wilches )
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