Todos nuestros conocimientos están construidos con datos
sensibles, de los sentidos, y elementos inteligibles, de la inteligencia. Ambos
han de ser combinados, armonizados, de tal modo que nos den la posibilidad de
vivir en un mundo comprensible. El uso más o menos cuidadoso de nuestras
facultades es lo que distingue al conocimiento vulgar del científico y a éste
de la sabiduría. No se trata de diferentes modos de conocer ni, mucho menos, de
hacer uso de facultades diferentes. Tan sólo del modo cómo su usan las mismas
capacidades. En definitiva, la diferencia la podemos expresar con una sola
palabra: cautela.
Ya vimos cuán fácil es equivocarse y cuán difícil es
mantener el equilibrio en nuestros juicios. El empirismo no comprende la labor
de la inteligencia; el racionalismo no comprende el valor de los sentidos.
Ambos tienen muy buenas razones para defender su postura. Los empiristas se
apoyan en la necesidad absoluta de la experiencia y en la dificultad de pasar
más allá de ella, dificultad exagerada hasta la declaración de su
imposibilidad. Pero vimos que la percepción ya sobrepasaba a los sentidos
externos y nos manifestaba la existencia de cosas, propietarias de los colores,
olores, sonidos que los sentidos nos transmiten. Los racionalistas observan
cuán limitada es la información sensorial y a cuántos errores nos lleva. Sólo
la inteligencia nos permite salvarnos de dejarnos engañar por las apariencias.
Con san Agustín de Hipona les respondemos que, cuando los sentidos funcionan
normalmente, son infalibles. ¿En qué? En mostrarnos determinadas apariencias.
Ellos no juzgan, sólo presentan. ¿Quién juzga? La inteligencia. Ella sabe que,
si no observamos con cuidado esas apariencias, podemos caer en error. La culpa
no es de los sentidos, es de la inteligencia, por falta de cautela. Los ojos no
mienten cuando, en verano, ven agua en el pavimento allá lejos. La inteligencia
sabe que no es agua, sino la reverberación que produce el calor. El error no se
debe a los sentidos, salvo caso de enfermedad en el órgano, sino a la falta de
cautela de la inteligencia. Todo se reduce, en cierto sentido, a esa cautela de
la que carece el conocimiento vulgar. Éste suele ser muy seguro en los
detalles; muy inseguro en sus generalizaciones. Es muy difícil generalizar. Lo
único que lo permite es el conocimiento de la esencia; mas ésta se nos escapa
cuando abordamos seres complejos. Entre éstos, sobresalen los seres vivos. El
primer ser vivo, la célula, es de una complejidad asombrosa. Tal parece que aún
estamos lejos de agotarla. ¡Y es minúscula! Sin embargo, algo conocemos de
ella, lo que nos muestran los sentidos ayudados por el microscopio y la razón
comprende. Es verdad que cada sentido se limita a captar un accidente. Más todo
ente tiene los accidentes que su esencia permite y no otros. A través de ellos
llegamos a lo que llamamos propiedades que nos sitúan muy cerca de la esencia.
Y así sucesivamente vamos profundizando en el conocimiento de lo que nos rodea.
¿Llegaremos a apoderarnos de toda la complejidad de los entes? Jamás, no somos
Dios para aspirar a tanto.
Subrayemos que toda la diferencia entre el conocimiento
vulgar y el científico proviene de la cautela. Es por eso por lo que han sido
desarrollados métodos que procuran evitar la imprudencia de generalizar sin
base suficiente. Por desgracia, tales métodos tan sólo dan una base, no una
prueba apodíctica que está fuera del alcance de la ciencia experimental. Cuando
renace, en el renacimiento, el entusiasmo por la ciencia experimental, dicho entusiasmo
se extiende al método. Hoy estamos más conscientes de sus limitaciones. Es muy
frecuente que los científicos reales lo olviden y creen leyes a partir de unas
cuantas observaciones. ¿Cuándo es válida una generalización? ¿Cuándo un
científico puede proclamar que ha descubierto una ley? Es curioso que aún
muchos no se hayan dado cuenta de que la ley es obra de una inteligencia y ha
sido proclamada ante otras inteligencias. Como los seres corpóreos no humanos
carecen de ella, no hay leyes para ellos. ¿Qué hay? Esencias. Conviene, pues,
que precisemos qué entendemos por esencia.
Muchos identifican el concepto “especie” usado en
biología, con “esencia”, usado en filosofía. ¿Recuerda estimado lector que
Platón llamó idea a lo visto por las inteligencias antes de encarnarse? Pues
bien, Cicerón tradujo la palabra griega “idea” por la latina “species”.
Traducción genial. En español deberíamos decir: “aspecto”. ¿Qué vemos de una
cosa?: su aspecto. Es decir, ambas palabras, tanto la griega como la latina,
significan: “lo visto”. Ahora bien, el concepto, como deberíamos llamar siempre
a la idea, es expresado por una definición. La definición expresa lo que la
inteligencia comprende. ¿Qué es eso? Eso es un animal racional mortal. Así
definían al hombre los estoicos, definición que llega hasta nuestros días. La
idea de hombre, la especie hombre, es la del “animal racional mortal”. Para los
estoicos, los dioses eran los animales racionales inmortales.
Supongo que habrá advertido que esta definición, si bien
nos orienta bastante bien sobre la radical originalidad del ser humano, es muy
parca, muy deficiente. ¿Comprendemos a cabalidad la animalidad?, ¿la
racionalidad? Estamos muy lejos de ello. Recordemos: conocemos por aspectos. La
misma animalidad la conocemos de ese modo, otro tanto hay que decir de la
racionalidad. Además, son aspectos abstractos, no concretos; es decir, la
inteligencia los ha separado como si fueran entes reales. No lo son; se limitan
a ser aspectos reales de un ente único y complejo. Tengamos la humildad de
reconocer nuestra ignorancia, aunque no la exageremos hasta negar todo
conocimiento. Ahí están la ciencia, la técnica, la civilización, la cultura
para decirnos cuán acertado es el conocimiento humano. Pero también están ahí
las equivocaciones, a menudo muy dolorosas, para llamarnos a la cautela.
Cada vez que preguntamos ¿Qué es esto?, esperamos que nos
respondan con su esencia. Si nos dicen: es verde; quedamos completamente
insatisfechos. Eso salta a la vista. Bien poco me enseña el color, deseo saber
más. Al niño pequeño le basta con que le respondan con un nombre: eso es pasto.
Algunos padres cometen la tontería de inventar una palabra para reírse del
niño. Como el niño adopta la actitud propia de los nominalistas, le basta esa
respuesta. Mas pronto la supera y comienza la difícil edad de los porqué. Ya ha
comprendido que la palabra nada enseña como subrayaba san Agustín. Con ella no
se forman conceptos. Si me dicen pasto, me parece que ya entendí de qué se
trata, aunque, realmente, casi nada sabemos de él. Un biólogo podría estar
horas dándonos a conocer la increíble complejidad de esas plantitas. Como
señalábamos más arriba, a menudo nos conformamos con ciertos aspectos que nos
permiten distinguirlo de otras cosas. La esencia de ellas se nos escapa casi
por completo. Es muy importante ese “casi”, porque siempre está implícita en
todo lo que conocemos.
En verdad hay realidades cuyas esencias comprendemos
fácilmente, como ocurre en moral cuando estudiamos las virtudes, por ejemplo, o
en matemáticas cuando estudiamos los números y las figuras geométricas básicas.
El mundo de los seres vivos, en cambio, mantiene secretos insospechados, dada
la enorme complejidad de sus esencias. Por ello no es posible identificar
esencia con especie. Al fin y al cabo, la clasificación biológica es bastante
arbitraria porque los que la crearon desconocían el funcionamiento de la
inteligencia. Parecen ignorar que lo único que existe en sentido pleno es el
individuo singular. Como lo conocemos por sus aspectos, y nuestra inteligencia
puede separarlos, así, separados, sólo existen en nuestra inteligencia. Las
especies, pues, son entes de razón. Sólo existen en nuestra inteligencia. Pero
como la inteligencia no miente, en la cosa misma está el fundamento de estos entes
de razón. A medida que limitamos las características que tomamos en
consideración, distinguimos las razas, especies, géneros, familias, etc., de la
clasificación biológica. ¿Cuál de éstas corresponde a la esencia? Ninguna.
Mientras no conozcamos con propiedad la esencia de un ser vivo no podemos saber
cuál taxón de la clasificación lo señala más adecuadamente. Más adelante
volveremos sobre el tema. En definitiva, la esencia es lo que realmente y de
verdad es una cosa, cualquiera que ella sea. No es su color, olor, dimensiones,
figura exterior, etc. No es nada de lo que nos muestran los sentidos. La
persona inteligente comprende que es mucho más que lo que sentimos de ella.
Pero esos accidentes le pertenecen porque le convienen a esa esencia. Por esta
razón son una guía para conocerla, al menos indirectamente, en cuanto está
implicada en ellos. Cuando decimos que un animal es un pluricelular, estamos
diciendo algo mucho importante que cuando decimos que emite una determinada voz.
Es fácil comprender que si queda afónico, sigue siendo el mismo animal. Es por
ello por lo que su comportamiento dependerá de su esencia y no de su olor, por
ejemplo. De ahí que podamos anticipar su conducta. Si se reproduce sexualmente,
buscará su pareja en el momento oportuno. Es por eso por lo que un animal
físicamente tan débil como el ser humano ha podido cazar ballenas, mastodontes,
desde la prehistoria. Hoy tenemos que prohibir su caza para que no se extingan.
Mas como la esencia universal, abstracta, sólo existe en la inteligencia, en la
realidad sólo existen los individuos, las diferencias individuales permiten
muchas diferencias en sus actividades. Por tener la misma esencia, hay un
padrón de conducta común; por la singularidad de cada bestia, hay mucha
variedad en la realidad.
No hay tal determinismo universal en la materia,
comprensión mecanicista y reduccionista de la realidad. Hay esencias. Por ello,
en sus líneas esenciales, todos los cuerpos del mismo tipo, actúan de la misma
manera. Pero como la esencia se realiza singularmente en determinados
accidentes, se producen innumerables variantes de detalle que han llevado a los
médicos a alertarnos sobre los peligros de la automedicación. Pequeñas
diferencias individuales pueden hacer variar los efectos del fármaco en dos
personas que comparten la misma esencia, la humana. Es obvio que no nos
reducimos a la esencia ni a los accidentes. El ente real, todo completo
singular, al no ser captado en toda su realidad, es reducido a algunos aspectos
sensibles por los sentidos y a algunos aspectos inteligibles por la
inteligencia. A pesar de lo cual, el conocimiento humano es tan válido que ha
creado al ciencia y la técnica y nos ha permitido desarrollar la cultura.
(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)
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