Son
muy variados los factores que han favorecido la difusión de esta mentalidad.
Uno de los motivos por los que la expresión «agnóstico» tuvo un rápido éxito en
Inglaterra es que, comparado con «ateo», parecía un modo más respetable de
presentarse en la sociedad victoriana, pues para la sensibilidad de la época
«ateo» sonaba a revolucionario, con excesivas connotaciones de ilegalidad e inmoralidad.
En
cualquier caso, a pesar de que pueda estar favorecido por muchas otras circunstancias,
el fenómeno del agnosticismo tiene su origen especulativo en la concepción
empirista del conocimiento humano, que tuvo una gran importancia en la
formación de la tesis kantiana de los límites de nuestro conocimiento y de su
incapacidad de hablar de Dios. Como se sabe, Kant, que había sido despertado
por Hume de su sueño dogmático, desarrolló su teoría de los límites de la razón
pura de un modo que se convirtió en
punto de partida para muchos filósofos de las generaciones sucesivas.
Para
comprender el efecto devastador que tuvo la concepción humeana del conocimiento
humano basta leer las palabras con las que termina su Investigación sobre el
conocimiento humano. En ellas manifiesta su total rechazo de la metafísica, en
cuanto que sus proposiciones no son semejantes a las de las matemáticas ni a
los razonamientos experimentales, únicas formas de conocimiento que Hume acepta:
Si
procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué
estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de teología o metafísica
escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto
sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental
acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas,
pues no puede contener más que sofistería e ilusión.
La
quema de libros metafísicos, o al menos su desaparición del horizonte cultural,
se ejecutó de un modo radical en el proyecto ilustrado de la Encyclopédie
(1751-1772), dirigida por Diderot y d’Alembert, y en el pensamiento de Augusto
Comte, que propuso la distinción de tres estados en el desarrollo de la
Humanidad. Tras las edades teológica y metafísica, se alcanzaría la edad
positiva, pasando así de la infancia a la madurez de la razón.
Pero
la difusión del agnosticismo en la cultura occidental deriva sobre todo del
cientificismo que surgió en Centroeuropa entre las dos guerras mundiales. Desde
el inicio del siglo XX se había empezado a desarrollar un modo de pensar
caracterizado por un cientificismo radical y la consiguiente actitud
antimetafísica, que se concretó a partir de 1929 en el llamado Círculo de
Viena, cuyos representantes más conocidos fueron Moritz Schlick y Rudolf
Carnap. Su modo de hacer filosofía intenta mantener un carácter científico,
imitando la claridad y el rigor lógico de las ciencias, y un estrecho contacto
con la lógica (por eso ha sido llamado positivismo lógico).
Esta
mentalidad se extendió rápidamente por Inglaterra y Estados Unidos, de modo que
las principales universidades americanas pronto establecieron planes de estudio
de acuerdo con esta manera de entender la filosofía. En pocos años, se difundió
en los principales ambientes anglosajones y, a partir de allí, en muchos otros
ámbitos culturales.
El
instrumento fundamental de la crítica del positivismo lógico a la metafísica
fue el llamado «Criterio empirista del significado» o «Principio de
verificación», que sostiene que las proposiciones con sentido (o
significativas) son de dos tipos: las propias de la lógica y las matemáticas
(analíticas, a priori) y las fundadas en la observación empírica (a
posteriori). Fuera de estas, no habría verdadero saber. No se trata de que las
proposiciones que no sean de uno de estos dos tipos sean falsas, sino que son
simplemente sinsentidos; no son ni tan siquiera falsas, porque para considerar
falsa una proposición primero hay que entenderla y, por tanto, tiene que tener
sentido.
La
aplicación del principio de verificación en metafísica tuvo efectos
devastadores, pues sus proposiciones no son analíticas (como «los solteros son
hombres no casados», que es verdadera por definición) ni empíricamente
verificables. Por tanto, según ese principio, las proposiciones metafísicas son
frases sin sentido, simples balbuceos incomprensibles. De hecho, Carnap, en uno
de sus artículos más conocidos, La superación de la metafísica mediante el
análisis lógico del lenguaje, saca una conclusión que pretende superar
definitivamente la metafísica:
Ya
que la metafísica no desea establecer proposiciones analíticas ni caer en el
dominio de la ciencia empírica, se ve compelida bien al empleo de palabras para
las que no ha sido especificado ningún criterio de aplicación, y que resultan
por consiguiente asignificativas, o bien a combinar palabras significativas de
un modo tal que no obtiene ni proposiciones analíticas (o, en su caso, contradictorias)
ni proposiciones empíricas. En ambos casos, lo que inevitablemente se produce
son pseudoproposiciones.
Esta
concepción positivista produjo desde el inicio muchas perplejidades, también a
los más radicales cientificistas, sobre todo porque el propio principio de
verificación no conseguía superar el filtro exigente por él mismo impuesto:
para que tuviese sentido, el principio tendría que ser verificable o analítico;
pero no es ni lo uno ni lo otro. Por tanto, si el principio de verificación fuese
verdadero, él mismo carecería de significado. En realidad, este principio no
fue admitido pretendiendo dar de él una justificación racional, sino por
prejuicios pragmáticos, derivados de un interés exclusivo por la ciencia, que
los llevaba a considerar que esa era la única fuente válida de conocimiento.
Esta
concentración del interés y de los esfuerzos intelectuales en el ámbito
científico explica también un fenómeno innegable: que el porcentaje de ateos y
agnósticos entre los científicos sea más alta que la media. En un conocido
sondeo de 1996, Larson y Witham han vuelto a proponer la pregunta que ya en
1914 James H. Leuba había hecho a un grupo suficientemente representativo de científicos.
Los resultados han sido muy semejantes: en los dos casos, los que se declaraban
ateos o agnósticos eran en torno al 60%, muy por encima de la media entre no
científicos.
En
un sondeo más reciente, los mismos autores han comprobado que, en el caso de
científicos especialmente influyentes como son los miembros de la National
Academy of Sciences, los ateos o agnósticos eran un 93%.
Por
desgracia, estos datos a veces son usados como un argumento de autoridad a
favor de la no existencia de Dios, suponiendo que la opinión de los grandes
científicos, también en ámbitos que no son de su especialidad, goza siempre de
autoridad. De hecho, no son pocos los científicos famosos que, con la seguridad
de quien ha alcanzado grandes éxitos en su propio ámbito de investigación, se creen
en el derecho de hablar ex cathedra también acerca de temas en los que no
tienen competencia alguna. Pero hay que reconocer que, del mismo modo que un
futbolista que ha ganado el Balón de Oro no por ello tendrá opiniones fundadas
sobre la vida política del país, un Premio Nobel de Física, si no aprende a
usar otras metodologías, no tendrá opiniones suficientemente justificadas en cuestiones
no científicas.
A
veces se contraargumenta sosteniendo que estos científicos han alcanzado la
madurez intelectual, de modo que gozarían de autoridad también en ámbitos
diversos al de su especialidad. Sosteniendo esta tesis, coherente con una
interpretación evolucionista de la historia de las ideas, se olvidan de los muchos
científicos que todavía hoy se declaran convencidos de la existencia de Dios, y
a los que ciertamente no se puede acusar de inmadurez intelectual; y, sobre
todo, no se tiene en cuenta que los científicos ateos no lo son a causa de sus
descubrimientos científicos: en el laboratorio no se pueden hacer experimentos
que comprueben la no existencia de Dios. Su tendencia a no admitirla deriva más
bien de que, por el hecho de usar una metodología muy eficaz, pueden fácilmente
infravalorar otras formas de conocimiento que no tienen ese mismo modo de
argumentar ni esa capacidad de predicción. Como afirmó Gilson, son entonces
«espíritus ocupados exclusivamente de problemas científicos tratados con
métodos científicos» que, muchas veces sin darse cuenta, presuponen que lo no
cognoscible con el método científico simplemente no existe.
El
fideísmo comparte con el agnosticismo la desconfianza en el uso metafísico de
la razón para conocer a Dios, aunque el fideísta cree por fe que Dios existe.
Esta tesis aparece en pensadores tan variados como Pascal, Kierkegaard y
Wittgenstein.
En
ambientes católicos, el fideísmo ha estado presente, sobre todo en el siglo
XIX, en pensadores como Bautain y Bonnetty. Su modo de pensar se suele llamar
tradicionalismo, por el papel que asignaban a la tradición en la transmisión de
una presunta revelación primitiva.
Este
fideísmo latente en el pensamiento de autores profundamente cristianos se
comprende teniendo presente, como dice Gilson, que «plegándose bajo la
violencia del ataque [de la Ilustración], muchos cristianos cometieron el error
de aceptar el planteamiento del problema elegido por sus adversarios. La razón
se alzaba contra la fe y la tradición, y, por consiguiente, pensaban ellos, era
su enemiga. La mejor respuesta que pudieron imaginar fue, a su vez, alzar la fe
y la tradición contra la razón».
(Tomado de "Dios a la vista")
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