El filósofo alemán Friedrich Wilhelm Nietzsche es conocido, entre otras cosas, por haber pregonado en sus obras la muerte de Dios, ¡Dios ha muerto!, gustaba repetir con una mezcla de satisfacción y angustia. De angustia porque, según Nietzsche (y en eso tenía razón) con la ‘muerte’ de Dios se derrumbaba también todo el edificio de principios y valores que hasta la fecha habían alimentado a occidente. Por ende se imponía una situación de máxima desesperación al hombre, huérfano ahora de referentes y de absolutos con los cuales edificar una justificación para la racionalidad que asignaba al universo. Pero también lo afirmaba con la satisfacción que le daba confiar en que tras la supuesta ‘muerte’ de Dios emergería orgulloso el súper-hombre, especie de criatura en quien se realizaría su ideal de la voluntad de poder, voluntad ilimitada, única justificación de sí misma, espontánea y creadora.
Y decimos que el filósofo alemán no
estaba tan loco, puesto que efectivamente si Dios no existiera dejarían de
tener base todos los principios y valores que constituyen la esencia necesaria
de la vida en sociedad, y también de la posibilidad de realización de los
individuos. Porque preguntémonos por un momento:
Si no hay Dios, ¿Qué fundamenta la justicia?
Si no hay Dios, ¿Qué fundamenta el amor?
Si no hay Dios, ¿Qué fundamenta la honestidad, la responsabilidad, la veracidad, la fidelidad, etc?
La única respuesta posible sería que
si no hay Dios, entonces hay que buscar el fundamento de todo ello en la mera
voluntad humana, individual o colectiva. Y entonces el movimiento será como de
péndulo, habrá épocas y lugares que contestarán privilegiando la determinación
del individuo, será el subjetivismo, y los valores y principios serán aquellos
que cada individuo escoja. Y otras épocas y otros lugares se inclinarán más
bien por la respuesta colectivista y dirán que los valores y principios se
determinan en función del ‘pueblo’, semejante a la retórica de los distintos
socialismos pasados, presentes y futuros. Lo que en la práctica presenciaremos
es un juego de toma y dame en donde las sociedades se moverán de un lado a
otro, dependiendo de qué grupo de poder domine en cada momento.
Pero el problema con el intento por fundamentar
los valores y principios en la desnuda voluntad humana, en su versión
individualista o colectivista, está en que es imposible, porque dichos
principios carecerían del motivo de su fuerza, que es el originarse de un
ordenamiento natural querido por Dios, Creador de todo. Sin Creador para
fundamentar un orden, y sin orden natural para fundamentar lo demás, los
principios rectores de la realización individual y de la concordia social, no
pasarían de ser débiles intentos meramente humanos (demasiado humanos, para
usar una expresión nitzscheana), y en cuanto humanos, finitos, contingentes,
limitados, fugaces y falibles.
Ante este panorama desolador se
abrieron para las sociedades dos opciones: entregarse a un gobierno de tipo
despótico (sea cual sea la máscara institucional usada para ello, incluyendo la
democracia), que mediante el uso de la fuerza y de la coerción mantuviera una
apariencia de orden sobre un caos de individualidades en pugna, ya que el
hombre solitario es un ‘lobo para el hombre’, como dijo Hobbes. El agigantamiento
de las atribuciones del Estado hasta aplastar al individuo, serían la natural e
inevitable consecuencia de este camino. O, como segunda opción, propender por
la construcción de una sociedad en permanente diálogo, abierta, pluralista, democrática,
etc. Donde los consensos entre las partes constituyeran la fuente de
legitimidad de los valores aceptados socialmente, tomando como marco común
alguna declaración de derechos, en permanente evolución, ¡por supuesto!
Por poco que nos fijemos en lo que
pasa hoy día a nuestro alrededor, podremos percatarnos de que por todas partes
prevalece alguna de las dos opciones recién mencionadas, o incluso curiosas
mezclas eclécticas entre una y otra. Y el caso es que es evidente que ninguna
de estas opciones ‘sin Dios’ funcionan, todo lo contrario, las sociedades
actuales nadan en corrupción en todos sus niveles estructurales: familia,
educación, política, comercio, etc. Y no parece haber modo meramente humano de
poner solución a ello.
Y es claro que desde la perspectiva de
la ‘muerte de Dios’ no hay efectivamente solución al infierno creado por la
soberbia humana del súper-hombre nitzscheano.
Pero nosotros sabemos que la
perspectiva de la ‘muerte de Dios’ no es la correcta, la modernidad se ha
equivocado y del reconocimiento de este fallo depende completamente que se
corrija el rumbo o se termine finalmente por edificar un verdadero infierno
sobre la tierra.
Cuentan que en Francia algún ‘revolucionario’
escribió en un muro la famosa frase de Nietzsche:
Dios ha muerto.
Atte. Nietzsche
Y
que días después un transeúnte, evidentemente con más seso, corrigió el letrero
así:
Nietzsche ha muerto.
Atte. Dios
De
manera que si fuera verdad que Dios ha muerto, habría que resucitarlo puesto
que dependemos de su existencia más que del aire que respiramos. Afortunadamente
la historia nos confirma sin lugar a dudas que quien murió…fue Nietzsche.
Leonardo Rodríguez.
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