Lo dicho
manifiesta la imposibilidad de que la felicidad humana consista en los deleites
carnales, de los cuales son los principales la comida y el placer sexual.
Se ha demostrado
(c. prec.) que, según el orden natural, la delectación es para la operación, y
no lo contrario. Luego, si las operaciones no fueren el último fin, tampoco las
delectaciones que las siguen serán el último fin o algo concomitante. Ahora
bien, nos consta que las operaciones a que siguen dichas delectaciones no son
el último fin, porque están ordenadas a otros fines manifiestos; por ejemplo,
la comida a la conservación del individuo, y el coito a la generación de la
prole. Luego dichas delectaciones no pueden ser el último fin ni algo
concomitante. Por lo tanto, no se ha de poner en ellas la felicidad.
La voluntad es
superior al apetito sensitivo, puesto que lo mueve, según dijimos antes (c.
25). Si la felicidad no consiste, como se demostró (c. prec.), en el acto de la
voluntad mucho menos consistirá en las delectaciones mencionadas, que radican
en el apetito sensitivo.
La felicidad es
cierto bien propio del hombre; porque a los brutos no podemos llamarlos felices
con propiedad, sino abusivamente. Si dichas delectaciones son comunes a los
hombres y a los brutos, no habrá de ponerse en ellas la felicidad.
El último fin es
lo más excelente de cuanto pertenece a una cosa, porque tiene razón de óptimo.
Pero estas delectaciones no le convienen al hombre en atención a lo que hay de
más noble en él, que es el entendimiento sino en atención al sentido. Luego no
puede ponerse en tales delectaciones la felicidad.
La perfección
suma del hombre no puede consistir en su unión con las cosas más bajas que él,
sino en su unión con alguna más alta, porque el fin siempre es mejor que lo
ordenado al fin. Como tales delectaciones consisten en que el hombre se une
mediante el sentirlo con las cosas más bajas que él, es decir, con ciertos
objetos sensibles, síguese que la felicidad no puede establecerse en ellas.
Lo que sólo es
bueno cuando está moderado, no es bueno de por sí, puesto que recibe la bondad
de quien lo modera. Ahora bien, el uso de tales delectaciones sólo es bueno
para el hombre cuando está moderado; de no ser así, unas a otras se
estorbarían. No son, pues, de por sí un bien para el hombre. Sin embargo, lo
que es sumo bien es de por sí bueno, porque lo que es de por sí es mejor que
aquello que es por otro. Luego tales delectaciones no son el sumo bien del
hombre, que es la felicidad.
En todo lo que
es de por sí, a lo más sigue lo más, si a lo esencial sigue lo esencial; por
ejemplo: si lo cálido calienta, lo más cálido calienta más, y lo sumamente
cálido calentará sumamente. Si, pues dichas delectaciones fueran buenas de por
sí sería preciso que el mayor uso de las mismas fuera lo mejor. Y esto es
evidentemente falso, pues el uso excesivo de ellas se considera como vicio, y
es incluso nocivo al cuerpo, y amortigua su propio deleite. Por lo tanto, no
son de por sí un bien del hombre. Luego en ellas no consiste la felicidad.
Los actos de las
virtudes son laudables por el hecho de estar ordenados a la felicidad. Si la
felicidad humana consistiera en dichas delectaciones, sería más laudable el
acto virtuoso de entregarse a ellas que el de abstenerse. Y esto es claramente
falso, pues la principal alabanza del acto de la templanza es por la abstención
de las delectaciones; y en esto se basa su definición. Luego la felicidad
humana no está en dichas delectaciones.
El fin último de
todas las cosas es Dios, según consta por lo dicho (capítulo 17). Así, pues, el
último fin del hombre deberá establecerse en lo que más le aproxime a Dios.
Ahora bien, por estas delectaciones es impedido el hombre de la máxima
aproximación a Dios, que se logra por la contemplación, que ellas estorban
grandemente, puesto que principalmente arrastran al hombre hacia las cosas
sensibles y, en consecuencia, le apartan de las inteligibles. Por lo tanto, la
felicidad humana no puede establecerse en las delectaciones corporales.
Con esto se
rechaza el error de los epicúreos, quienes ponían la felicidad en esos
deleites; en nombre de los cuales dice Salomón en el Eclesiastés: “He aquí lo
que yo he hallado de bueno: que es bueno comer, beber y disfrutar con alegría
en medio de tanto afán…, y ésta es la parte del hombre”. Y en la Sabiduría:
“Quede por doquier rastro de nuestras liviandades, que ésta es nuestra porción
y nuestra suerte”.
Y también se
rechaza el error de los cerintianos, quienes, en la última felicidad, “después
de la resurrección imaginaron que vivirían mil arios en el reino de Cristo
gozando de las bajas delicias carnales; por eso fueron llamados “kiliastas”,
equivalente a “milenarios”.
Y se rechazan
también las fábulas de judíos y sarracenos, que ponen en dichos deleites la
recompensa de los justos, puesto que la felicidad es el premio de la virtud.
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