En días
pasados hemos subido al blog en publicaciones sucesivas una serie de escritos
de Tomás de Aquino que se encuentran en su obra “Suma contra los gentiles” (una
de sus dos grandes “Sumas”; la otra es la Suma teológica). En dichos escritos
el santo examina uno por uno los distintos ‘bienes’ en que la inmensa mayoría
de los hombres suele poner el fin último de sus vidas: placeres carnales,
honores, buena reputación, riquezas, poder, bienes del cuerpo y bienes
sensibles.
Haciendo gala
de una envidiable penetración psicológica el santo de Aquino va exponiendo con
profundidad y sencillez las razones por las cuales NINGUNO de los anteriores ‘bienes’
puede ser considerado el bien último del ser humano, es decir, el bien supremo
de su existencia hacia el cual debe ordenar sus afanes.
De esta
manera elabora el santo una especie de acusación contra el modo moderno de
vivir, según el cual, precisamente, los hombres y mujeres de nuestro tiempo se
han dedicado a buscar solo uno o unos de los susodichos ‘bienes’, con
menosprecio de los verdaderos bienes, que en la visión del santo de Aquino no
son otros que los bienes del alma, y más precisamente el gozo de la posesión de
Dios, suprema verdad y supremo bien.
Vamos a
decir ahora algunas palabras sobre cada uno de los ‘bienes’ que el santo de Aquino
analiza, comenzando por lo que él denomina deleites carnales.
El título
del capítulo 27 del tercer libro de la Suma contra los gentiles es claro:
Felicitas humana non consistit in delectationibus
carnalibus
La ‘felicitas’
humana es el fin último del hombre, en esto santo Tomás sigue las enseñanzas de
Aristóteles quien decía que aquél bien supremo al cual el hombre aspira, según
el cual ordena su vida y sus actos, es la felicidad, la ‘eudaimonia’, ‘εὐδαιμονία’; dicha felicidad o estado
de plenitud, se convierte así en el norte de la vida del hombre, de tal manera
que siempre, al indagar por las razones de su actuar, tarde o temprano se
encuentra el hombre con esta respuesta: ¡para ser feliz!¡para alcanzar la
felicidad!
¿Por qué
estudias? Para trabajar; ¿por qué trabajas? Para lograr una posición social e
ingresos económicos; ¿y eso para qué? Para llegar a estar tranquilo, sin
preocupaciones, para atender a mis necesidades y las de mis seres queridos; ¿y
para qué? Para que estemos felices, para que seamos felices.
Siempre tarde
o temprano se tiene que llegar a esa respuesta, sin importar por cual actividad
inicie la actividad interrogativa, siempre como fundamento último de todo su
obrar se encontrará el logro de la felicidad como razón final que da razón,
justifica, explica y fundamenta todo lo que los hombres hacemos. Es el objetivo
final.
Pero una
cosa es la felicidad considerada en abstracto, es decir, una cosa es afirmar
que la felicidad es aquello que fundamenta toda mi conducta y da razón de todos
mis actos. Y otra bien distinta es especificar concretamente en qué consiste
dicha felicidad.
Y ahí es
donde se diferencian los mortales. Pues aunque todos están de acuerdo en que la
felicidad es lo que todos desean, no todos están de acuerdo en aquello en lo
que dicha felicidad consiste, pues mientras que unos ponen dicha felicidad en
la amistad con Dios, otros la ponen en el poder, en los honores o en los
placeres. De manera que existe diversidad en el objeto que constituye la
felicidad. Y haciendo un análisis de las diversas posibilidades es que Tomás de
Aquino elabora su listado, iniciando por los deleites carnales.
El texto de
Tomás es una cascada de motivos para rechazar la opinión de quienes ponen en
los placeres carnales el fin supremo de su vida. Veamos algunos:
En primer
recurre el santo a un principio que toma de Aristóteles y es el siguiente: a
toda operación natural le corresponde un placer en su ejecución. Dicho placer
es resultado de la operación, es un aliciente. Y por ello, entre más necesaria
sea una operación, mayor es el placer que la acompaña, para que el ser humano
no abandone dichas operaciones. Pues bien, las operaciones más necesarias para
el individuo son las que contribuyen al sostenimiento mismo de su existencia,
el comer y el beber (podríamos añadir el
dormir y el descanso), y por eso a dichas operaciones va añadido un placer que
funciona como aliciente, en resumen: comer es placentero, y si no que lo digan
quienes han tenido el privilegio de probar los espaguetis con pollo que prepara
mi madre.
Lo mismo
pasa con las operaciones necesarias para la supervivencia de la especie, es
decir las relativas a la reproducción. También estas son necesarias para evitar
la extinción de la especie, razón por la cual la sabia naturaleza, o más bien
su sapientísimo hacedor, ha unido un placer a la ejecución de dichas
operaciones.
Pero como
resulta de lo dicho, dichos placeres son PARA las operaciones que acompañan; y
dichas operaciones son PARA la supervivencia del individuo (en el caso de la
comida y la bebida) y PARA la supervivencia de la especie (en el caso de las
relaciones sexuales).Y esto, en términos filosóficos significa que NO pueden
dichos placeres ser fin último del ser humano, pues el fin último no es PARA otra
cosa, sino que como su nombre lo indica es ÚLTIMO, después de él no queda nada
por desear ya que él es suficiente por sí solo para satisfacer completamente
los deseos del individuo.
Por medio
de este sencillo razonamiento el Aquinate demuestra que los deleites carnales
NO pueden ser puestos como fin último de la vida humana. Pues no son fines,
sino a lo sumo medios para algo más allá de ellos mismos. Y en cuanto medios,
son por ello mismo inferiores a aquello PARA lo cual son o existen.
Más adelante
pone Tomás otro argumento: los deleites carnales NO son el fin último de la
vida, puesto que son algo que tenemos en común con los animales.
La razón de
esto es que si el fin último y supremo de los seres humanos fuera el mismo que
el de los demás animales, ello significaría que no existiría ninguna diferencia
esencial entre el hombre y los animales, de tal manera que el hombre sería solo
un animal más, sin ninguna característica diferencial que lo constituyera como
un ser distinto a nivel de la esencia.
Esto evidentemente
contradice el hecho de que el hombre posee inteligencia y voluntad, que son
facultades espirituales cuya realidad permite comprender que la naturaleza
humana es la de un ser compuesto de alma y cuerpo, y alma no sujeta a
descomposición, como la de los animales brutos, sino alma capaz de suyo de
existir más allá de la descomposición del cuerpo.
Pero si la
naturaleza del hombre es sustancialmente diversa de la de los animales brutos,
al punto de trascender por su espiritualidad el mundo de la materia, del
espacio y del tiempo, es evidente que el fin último de su existencia, aquello
hacia lo cual debe orientar sus acciones en último análisis, debe ser algo proporcionado
a dicha naturaleza, ES DECIR ALGO TAMBIÉN ESPIRITUAL.
Otros argumentos
pone en este texto Tomás. Nosotros nos detendremos aquí. Invitamos al lector
interesado a revisar ese precioso escrito de Tomás.
Leonardo
Rodríguez
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