Hacia una nueva sociedad
Para que una nueva sociedad se
materialice, es preciso comenzar por reeducar a la infancia y a las nuevas
generaciones en las técnicas y prácticas de la convivencia, la tolerancia y la
condescendencia, valores reputados de alta conveniencia y contenido ético en la
sociedad contemporánea. Estos métodos han sido ensayados con gran éxito en
Colombia, país donde la población durante decenios ha preferido el diálogo
estéril al enfrentamiento radical con los subversivos que pretenden el poder
mediante el uso de la fuerza. En España se pueden comenzar a ensayar con la “educación
para la ciudadanía”, verdadero manual de adoctrinamiento estatal. Es decir, la tolerancia
y la condescendencia a prueba de sangre. Este es el experimento más extremo.
Los menos radicales pertenecen al
área de la educación que, sin embargo, ha de hacerse sobre la inculcación de
los nuevos derechos surgidos de la política humanista, no comprometida con
ideal o nacionalismo alguno, ni con sentido patrio, religioso o sistema moral.
Una importante manifestación de estos derechos se ha venido abriendo paso en
algunos países de Europa, y aquí mismo en España, (y en algunos Estados de los
Estados Unidos), donde ya se admiten los matrimonios homosexuales y la adopción
de niños por tales “familias”, borrándose las fronteras de lo normal.
Esta supuesta protección se logra
cuando desde el Estado se impone, por ejemplo, una educación sexual temprana
con el aparentemente loable propósito de que los niños rechacen los abusos de
los adultos y se preparen para una vida más plena y más libre de enfermedades
contagiosas y de embarazos indeseables. Durante largos años estas manifestaciones
han predominado en Europa y ahora comienzan a volcarse sobre América, para
desembocar en el verdadero propósito que las anima.
Las distintas doctrinas
totalitarias han tomado como punto de partida de sus postulados la crítica de
la organización burguesa de la sociedad; el matrimonio y la monogamia son parte
de esas instituciones que de manera subrepticia hoy quiere abolir el cientificismo
neomoralista. Encuentra en la promiscuidad la manera más lógica de expresión de
la sexualidad humana porque la aleja de los tabúes y convenciones sociales reputados
antinaturales. Por eso estas doctrinas anuncian no sólo el bienestar económico sino
la felicidad en el amor.
Las anteriores consideraciones no
significan que todas las creencias morales que se han desarrollado en la
sociedad sean beneficiosas; significan que cuando las reglas morales se
desarrollan respetando la libertad individual, éstas constituyen valores
intrínsecos a los que no debe preguntarse si sus consecuencias benefician casos
particulares, sino si tales normas han beneficiado a la sociedad en general.
Contrario sensu, el hecho de que una sociedad considere las enseñanzas de
ciertos sabios como dignas de observarse no significa que dicha sociedad no
caiga en desgracia o decadencia. Esto apunta a señalar que solamente cuando los
individuos son libres para escoger su forma de vida, únicamente decaerán los
grupos que observen las más impracticables o incoherentes normas y
comportamiento. Señalar como guía válida las normas que en esta materia quiere
imponer el nuevo Estado es creer que la razón es todopoderosa; que el hombre no
tiene instintos adaptativos espontáneos, ni responde a normas superiores dadas
por la Ley Natural; normas que en su respuesta social han sido lentamente
desarrolladas a través de la prueba y el error, de las tradiciones inveteradas,
de las lecturas morales de la sociedad; es, en síntesis, erigir un monumento a
la abdicación de la inteligencia.
Es indudable que el concepto más
claro que entraña la libertad es el de la responsabilidad.
En tanto que la libertad
significa que el individuo tiene la oportunidad de elegir, la libertad atañe al
concepto de que, una vez hecha la elección, el individuo habrá de soportar las
consecuencias que dicha acción le acarrea. Existen razones para creer que el
conocimiento de la responsabilidad habrá de influir en el comportamiento de los
hombres; pero también que la atribución de la responsabilidad se basa en las
consecuencias de estimular a la gente a comportarse racionalmente. Pero si la
libertad ha de lograr sus fines, esta concesión no puede subordinarse a que
cualquier persona o entidad, mediante métodos obligatorios o coercitivos
provenientes de un adoctrinamiento oficial, homogéneo y sin alternativas —cuyos
resultados no pueden ser juzgados a priori— desconozca la dignidad del
individuo y la familia al negarle sus personales preferencias en la selección
del método o propuesta que, logrando los resultados que se persiguen, mejor se
ajuste a su caso particular; no sólo viola el respeto por el hombre y su
composición social, la familia, sino que desconoce la esencia de la libertad
tutelada por los derechos humanos naturales anteriores y superiores al Estado;
derechos que reconocen, como norma suprema, la soberanía de esta ley sobre el
hombre.
Todas estas aspiraciones humanas
—la de la igualdad, la del derecho al trabajo y la construcción de una mejor
sociedad a través de la eliminación de lo que se considera tradicional, nocivo
y discriminatorio— son las que van influyendo en la implantación de la
democracia directa como único instrumento de la soberanía popular para poder
suplantar, de una vez por todas, la Ley Natural. Es de este fermento de donde
se nutre ese otro problema larvado —el de los derechos individualmente
considerados (muchas veces disfrazados de “derechos humanos”)— que sirve a criminales
y maleantes de refugio para inmunizar sus fechorías y permanecer por fuera del
alcance de la ley. Pero también sirve los propósitos de crear una nueva sociedad
al margen de las ideologías; un nuevo Estado donde la masa humana, ya
desprovista de atávicos ropajes, reine suprema en un entorno de igualdad y
respeto, de heterogeneidad e indiscernibilidad, de humanismo ilimitado que también
se manifieste en el poder sin límites, políticamente «correcto», según las
nuevas normas que hoy gozan de casi universal aceptación. De allí que en muchos
países, como en España, se haya casi borrado todo vestigio de nacionalismo, de
culto a los símbolos nacionales, de patriotismo y de defensa de los valores patrios.
No en vano también se ha venido eliminando paulatinamente la conscripción forzosa
en los ejércitos, muchos de los cuales ahora desempeñan labores esencialmente humanitarias
por el mundo.
Aunque este nuevo papel del
ejército es abultadamente notorio en la mayor parte de las potencias
occidentales, en los Estados Unidos se sigue observando el fenómeno opuesto: se
continúa acentuando el nacionalismo, el honor a la bandera y otros símbolos patrios,
y las fuerzas militares se consolidan como la única fuerza disuasiva e
incontestable del mundo. Avanzamos, simultáneamente, si se quiere, a una especie
de Pax Americana, en la que ese país, una vez más, se convierte en árbitro de
la verdad política. No será muy distante el día en que se asiente allí la sede
de un gobierno universal, de aceptación también universal, respaldado por ese
poder militar y, como elementos simbólicos y conniventes, los poderes militares
del resto de países. La OTAN comienza a verse como parte de ese esquema.
(tomado
de : "LOS INSTRUMENTOS DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL: EL DERECHO, LA
ECONOMÍA, LA CIENCIA, EL LENGUAJE Y LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO
XXI" , Pablo Victoria Wilches )
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