La reingeniería social en la Iglesia: el Hombre sin dogmas
No podríamos dejar de relacionar
el tema social con el religioso si no fuera porque la Iglesia católica ha sido
en Europa la principal forjadora de sus valores espirituales, culturales y
artísticos y a su sombra se forjó toda una civilización cristiana que exportó al
mundo aquellos mismos valores.
En efecto, fue la Iglesia la que
imprimió el carácter de institución pública limitada al derecho del mundo
occidental que, a su vez, se había inspirado en las reglas de la ley positiva
del Derecho Natural abrevado de los viejos conceptos de los estoicos y de los
juristas romanos y convertido, a la postre, en un derecho divino. San Isidoro
de Sevilla escribió en el siglo VII que “todas las leyes son divinas o humanas.
Las divinas se fundan en la naturaleza, las humanas en las costumbres; y éstas
difieren entre sí porque los distintos pueblos han preferido distintas leyes”,
con lo cual se establecía el principio de que las reglas del Derecho Natural
eran anteriores y superiores a la organización del Estado.
Este derecho, que
era el relativo a la naturaleza humana, originaba la obligación al trabajo en
el pecado original y con ello a la institución de la propiedad privada. Del
crimen de Caín derivó la necesidad de la pena; de la fundación del Estado por
Nemrod, el comienzo del gobierno, pero sujeto a las disposiciones divinas y de
todo ello, otras instituciones como el matrimonio, la familia patriarcal y la
moral cristiana. Fue también la Iglesia la que instituyó el concepto de que si
la ley del hombre contenía disposiciones contrarias a la ley de Dios tales
disposiciones no tenían vigencia, ni era obligatorio obedecerlas puesto que,
siendo la ley un acto volitivo del poder soberano, su autoridad dimana de su
conformidad con la razón.
El derecho positivo (lex
temporalis), por tanto, debía llenar las demandas de la ley eterna (lex
aeterna), en una especie de simbiosis entre el derecho, la religión y la
moralidad social.
Lo que hemos escogido en llamar
“la reingeniería social en la Iglesia” proviene, precisamente, de las
alteraciones que ella ha venido experimentando en sus creencias (no siempre
advertidas por todos sus integrantes, órdenes y congregaciones), influida tal vez
por los cambios radicales en la orientación humana contemporáneamente
experimentados; cambios cuyos alcances tampoco han sido todavía plenamente
advertidos. El ecumenismo propuesto por la Iglesia actual —una especie de
globalización de la religión— surgido de estas nuevas creencias, pretende
borrar viejas diferencias culturales y religiosas que, a partir de lo creído
desde antiguo, han dividido a la humanidad en facciones antagónicas. No en vano
se exploran nuevos rumbos donde las antiguas “verdades objetivas” teológicas se
van transformando en “verdades subjetivas” y hasta en vagas definiciones: nada
se niega y nada se afirma con la contundencia del pasado. Por ejemplo, hoy se
invita a rezar “por los hebreos y los musulmanes, quienes creen en el Dios único
que se reveló a Moisés, para que puedan participar del conocimiento pleno de
Jesucristo...”, propuesta que contrasta vivamente con la postura oficial de
hace tan sólo 50 años.
La perplejidad puede también
resultar de la pregunta de si negar que Cristo es Dios constituye un
conocimiento menos pleno o es, simplemente, una falsedad, como antes era
sostenido por la Iglesia. Ahora bien, cuando algo se afirma es para,
finalmente, proclamar que “es extremadamente importante hacer una presentación
correcta y leal de las otras iglesias, de las que el Espíritu de Cristo no
rechaza servirse como medios de salvación”.
Esta es una afirmación derivada
de lo ya expresado por el Decreto Unitatis Redintegratio del 21 de noviembre de
1964, emanado del Concilio Vaticano II: “Porque el espíritu de Cristo no rehúsa
servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma
plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica” (Nuevo
Denz. 4189), cuando no mucho antes se había sostenido que “los esfuerzos (del
ecumenismo) no tienen ningún derecho a la aprobación de los católicos, pues se
apoyan en la opinión errónea de que todas las religiones son más o menos buenas
y laudables porque todas igualmente revelan y traducen, aunque de manera diferente,
el sentimiento natural e innato que nos lleva a Dios...” (Pío XI encíclica
Mortalium Animos). Es Buda y Cristo compartiendo el tabernáculo de Asís.
Es también el rompimiento
definitivo con la tradición, ya no sólo en lo social y en lo político, sino en lo
teológico. Por ello, lo “religiosamente correcto”, como lo “políticamente correcto”,
es la eliminación de todo cuanto parezca dogmático y firme y la exaltación de
todo lo que luzca humanista, indiferentista y hasta naturalista.
Ha llegado, para el mundo, una
Nueva Era y una nueva ingeniería humana que no tiene como propósito afirmar y
diferenciar cada cultura, sino que cada cultura, en el trasvase, sufra
modificaciones tomando de las demás y, en la síntesis que emerja de aquel
diseño, se encuentre la feliz y fraternal amalgama que a todos dé algo de lo
suyo, incluyendo la salvación, que ya no parece ser individual y por méritos,
sino colectiva e indiscriminada. El papa Juan Pablo II lo dijo con estas palabras:
“De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del
mundo...” Se ha pasado de la religión de la expiación a la religión de la
redención, porque también ha afirmado que “La religión de la encarnación es la
religión de la redención del mundo por el sacrificio de Cristo...” Se ha pasado
de la Misa como sacrificio a la Misa como asamblea y de las creencias teocéntricas
a las antropocéntricas.
En suma, el hombre sin dogmas, sin
creencias, sin ideología.
Esta idea de unidad ecuménica, o
«unidad en la diversidad», como ahora se llama, es contraria a las
tradicionalistas encíclicas Humani Generis y Mistici Corporis de Pío XII y a la
Mortalium Animos de Pío XI. Sin embargo, la Iglesia católica contemporánea insiste
en esta «profundización en la tradición» o «revelación de nuevas verdades»,
cuando, en realidad, es un severo rompimiento con las mismas verdades
promulgadas y sostenidas durante siglos.
Sin cismas a la vista, y
arrinconada la débil oposición tradicionalista, la llamada inculturación avanza
con cada vez mayor audacia en momentos en que millones y millones de musulmanes
rehúsan integrarse en los países y culturas europeas que les han brindado
acogida: “hay que desoccidentalizar a la cristiandad... el catolicismo necesita
africanizarse, indianizarse, japonizarse...” Así, un reciente documento
instruye la manera en que ha de hacerse la nueva evangelización, en la
“libertad de aprender durante toda la vida, en toda edad y en todo momento, en
todo ambiente y contexto humano, de toda persona y de toda cultura, para
dejarse instruir por cualquier parte de verdad y belleza que encuentre junto a
sí...” y poder “encontrar la relación justa en una complementariedad respetuosa
de la diversidad y realizar también todos el diálogo ecuménico con los demás cristianos”
(el subrayado es nuestro). La Iglesia, también forjadora y exportadora de
cultura, ahora la importa y entrega más de sí que lo que recibe en concesiones.
Es, en realidad, un mundo
globalizado que busca también encontrar una autoridad mundial que lo gobierne,
según el ideal propuesto por Juan XXIII y Pablo VI.
Es como si se quisiera emular,
cultural y religiosamente, lo que está ocurriendo en el mundo de la economía.
(tomado de : "LOS INSTRUMENTOS DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL: EL DERECHO, LA ECONOMÍA, LA CIENCIA, EL LENGUAJE Y LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI" , Pablo Victoria Wilches )
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